Publicado en el
Economista el 27/02/2014
En el período anterior a la penúltima crisis, los economistas
identificamos, entre otras tendencias, la denominada desintermediación, que viene a ser el proceso por el que la
importancia de los clásicos intermediarios financieros (la banca) va
reduciéndose a favor de otra financiación más directa entre agentes económicos
(los mercados). Aunque este proceso no se produjo de forma acusada en nuestro
país -pues la financiación bancaria sigue siendo la predominante en nuestras
empresas, más si lo comparamos con las economías anglosajonas-, sí es verdad
que el acceso al mercado a través de las diferentes emisiones de papel, sobre
todo para las muy grandes empresas, se incrementó.
No sólo por esta tendencia, sino también por la paulatina reducción de
los tipos de interés, la banca se trasladó de su negocio tradicional (la
intermediación, prestando caro y financiándose barato, quedándose con la
diferencia, el denominado margen de intermediación), a la mediación en mercados
financieros, asesorando y ayudando a colocar los títulos procedentes de las
nuevas emisiones en el mercado (obteniendo una vía nueva de ingresos vía
comisiones.
Los gobiernos, con su afán regulatorio tan insaciable, establecieron
más y más normas a la nueva actividad (aunque muchos quieran ver lo contrario),
como también lo había tenido la tradicional. Si bien la calidad de estas nuevas
normas no fue la adecuada, como lo puede atestiguar la crisis financiera que en
el verano de 2007 comenzó a generarse y con las consecuencias que aún estamos
sufriendo.
En el momento actual, otro término similar parece que se está
imponiendo: la tendencia a la desbancarización,
que podríamos definir como el proceso a disminuir radicalmente el peso de la
banca en los canales de financiación de empresas. Este fenómeno ha dado lugar a
la aparición, más reciente en nuestro país que en otros en los que cuentan con
más tradición, de fondos de financiación directa o direct lending, en su acepción inglesa más extendida.
Sin entrar en detalles de que este tipo de instrumentos, al menos por
ahora, son más indicados para empresas medianas y grandes (y en España, que
contamos con una gran porcentaje de PYMPE –pequeña y muy pequeña empresa-), su
aportación a la solución del cierre del grifo del crédito será pequeña. Por
cierto, el interés de España y sus empresas como destino de la liquidez
internacional es un aspecto positivo con el que debemos quedarnos.
Aun así, la capacidad regulatoria (y controladora, con todas sus
implicaciones) de los políticos sigue en forma, ahora con la traslación a
nuestra regulación de las normas de Basilea III, mucho más exigente y
limitadora a la hora de que la empresa bancaria conceda préstamos (provocada
además por otras situaciones perversas emanadas de los propios poderes
públicos). Adicionalmente, el ministerio de economía se encuentra trabajando en
la creación de un modelo de empresas de capital riesgo para pyme, que pretende
crear un canal de financiación alternativo para la banca (más desbancarización).
¡Qué pena que vuelva a perderse otra oportunidad! Ocasión para dejar
que sean los propios mecanismos del mercado, bien entendido éste, los que
pongan a cada entidad, banco, caja, fondo o como se llame, en su sitio. Como
ocurre con el resto de compañías, de las empresas no financieras, y los
emprendedores que aún identifican oportunidades de negocio, que lo único que
piden del gobierno es “que les dejen hacer” (que no les pongan trabas en forma
de normas y regulaciones), y será la competencia del mercado quien se encargue de
premiar o castigar su buena o mala gestión. Eso es lo que llamaríamos desregulación real.
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