martes, 29 de abril de 2014

Luces y sombras en la emisión de deuda


Publicado en El Economista el 26 de abril de 2014

El pasado jueves, el Tesoro Público informó del éxito en la colocación de bonos a tres, cinco y diez años consiguiendo, además, reducir a mínimos históricos el interés ofrecido. En concreto, para el bono a diez años –el que se tiene en cuenta para calcular la famosa prima de riesgo-, la rentabilidad media se situó en el 3,059%. Esta noticia puede tener una lectura optimista. Pero no todo es de color de rosa, como pasamos a exponer a continuación.

Si repasamos en primer lugar los aspectos positivos, las luces, de esta última colocación de deuda pública española, sin duda encontraríamos que, a pesar de la caída de la rentabilidad, los inversores siguen teniendo interés por adquirir nuestros títulos, dado el cambio de percepción sobre el futuro de nuestra economía, mucho más favorable, lo que indica que el riesgo de prestarnos dinero es mucho menor –lo que a su vez influye en ese menor tipo de interés ofrecido/solicitado-. Consecuencia de esto es que la prima de riesgo se mantiene en esos niveles más que aceptables.

Igualmente, en el haber de la noticia podríamos incluir la estrategia del Tesoro de ampliar el plazo medio de la deuda emitida, aprovechando que el mercado se encuentra tan abierto a su adquisición, lo que da un mayor margen temporal para devolver esos recursos tomados a préstamo.

Resumiendo, mejores expectativas económicas para España, que hacen que nuestra deuda siga demandándose, a unos costes bajos y con un mayor plazo para devolverlos.

Sin embargo, como hemos comentado, también podemos analizar la noticia con otra visión y obtener una lectura menos optimista.

Desde nuestra humilde opinión, nunca hemos entendido la razón de catalogar como éxito que se siga emitiendo deuda. Podemos hablar de lo beneficioso que es el hecho de que los títulos españoles sigan siendo demandados, pero lo que estamos haciendo, en definitiva, es aumentar nuestro endeudamiento, y eso no es precisamente una buena gestión de las finanzas públicas. Por lo tanto, en el debe de este hecho habría que anotar el paulatino acercamiento de nuestro deuda pública al 100% de nuestro PIB –algunos expertos afirman que se alcanzará en este mismo ejercicio-, y no hay que ser un lince para entender que más deuda implica más intereses –aunque el coste medio se reduzca por las buenas perspectivas, el montante total en concepto de servicio de la deuda, los gastos financieros, aumenta-. A este respecto, el ministro de Economía, Luis de Guindos, anunció recientemente que las emisiones netas de deuda por parte del Tesoro para 2014 estarán “claramente” por debajo de los 65.000 millones de euros previstos. La afirmación se basa en la evolución de la recaudación –que depende en gran medida del crecimiento de nuestra economía- y de los costes de financiación de la deuda –que ya hemos visto que son favorables-.

No por contradecir al ministro sino porque el endeudamiento no es algo que se pueda reducir por decreto, en cualquier caso las sombras no acaban aquí: dado que el déficit público sigue existiendo, que los ingresos no cubren los gatos del conjunto de las administraciones, el acceso a los mercados a través de nuevas emisiones de deuda seguirá produciéndose y, por ello, la deuda seguirá incrementándose y con ella los intereses a pagar. Sólo podríamos eliminar este círculo vicioso si el déficit se elimina de forma drástica a través de, por ejemplo, una reforma seria de la administración pública (central, autonómica y local), tarea aún pendiente.

No parece pues que la política económica del gobierno de control del déficit y del endeudamiento sea la causante de la buena acogida de nuestras emisiones, sino más bien el cambio de expectativas de los mercados sobre la evolución de nuestra economía, así como del papel, testimonial pero en cualquier caso valiosísimo, del Banco Central Europeo.

Las agencias de calificación también se suman a este breve análisis, en este caso aportando el dato positivo de una mejora en el rating asignado a nuestro país, justificado por la mejora de nuestro sector exterior y en la recuperación de la demanda interna, así como en las reformas estructurales implementadas en el sector financiero y en el mercado laboral. Sigue quedando pendiente la de la administración pública.

En definitiva, luces y sombras en la emisión de deuda por parte del Estado español y sólo el futuro nos dirá las repercusiones que las decisiones actuales tendrán en las generaciones venideras.

jueves, 10 de abril de 2014

Déficit Cero


Entre los criterios de convergencia para el pase a la tercera fase de la Unión Europea, la correspondiente a la Unión Económica y Monetaria, uno de cuyos frutos fue la adopción del euro como moneda común hace ya más de una década, se encontraba la disminución del déficit público por debajo del 3% de la cifra de PIB y su reducción posterior para cada país miembro. El resto de requisitos (tipos de interés, inflación y endeudamiento), se encontraban estrechamente vinculados al cumplimiento de éste.

Para entendernos, la reducción del déficit y el logro del equilibrio presupuestario (déficit cero) no es otra cosa que acomodar el nivel de vida con las disponibilidades con que se cuentan, es decir, que en un período de tiempo, normalmente medido en un año, los ingresos que genera un Estado sean iguales a los gastos en que incurre.

Pero lo importante de esta actuación no es cumplirla en un período determinado, sino que este esfuerzo sea continuado en el futuro, lo que permitirá conseguir crecimientos económicos con una base firme y duradera.

Es por ello por lo que en su momento se llegó al acuerdo de lo que en la Cumbre de Sevilla (junio de 2002) se plasmó en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, por el que todos los países de la eurozona se comprometían a saldar sus deudas públicas y lograr una balanza de ingresos y gastos equilibrada.

No es el propósito de estas líneas entrar en lo referente a la situación en que se encuentran los Estados miembros en la actualidad, sino señalar una serie de argumentos a favor y en contra de esta meta del equilibrio presupuestario.

Para lograr el déficit cero, las alternativas se centran bien en reducir los gastos (la inversión pública, los gastos sociales, etcétera), bien en incrementar los ingresos (normalmente vía aumento de impuestos). Ambas opciones, desde un punto de vista político, tienen inconvenientes, pues en cualquier caso se está exigiendo un sacrifico continuado por parte de la sociedad (como en estos momentos ocurre en España), cosa que puede ser aprovechada por la oposición al criticar al gobierno que tiene la responsabilidad de tomar estas impopulares medidas.

En cuestiones más económicas, el establecimiento del equilibrio presupuestario, como esfuerzo continuado de moderación del gasto público, redunda en una mejora de la financiación de la economía, en la misma cuantía en que el sector público aumenta su ahorro y reduce la carga de su deuda. Por lo tanto, déficit cero y progreso económico son dos realidades inseparables.

Además de los efectos en el crecimiento, también tiene resultados positivos en la creación de empleo, mantenimiento de una tasa de inversión alta sin recurrir al déficit, reducción de la deuda pública y, por tanto, bajada de impuestos.

En definitiva, el equilibrio presupuestario (el déficit cero) es una actitud muy deseable.

 
Pero decir simplemente si ese objetivo de déficit cero es bueno o malo nos dejaría sin toda la información necesaria. La bondad de esta medida tiene mucho que ver con la forma de llevarla a cabo, con la situación del país, con su grado de eficiencia, la distribución de la población, de su estructura, etcétera.

Todos sabemos que no se debe gastar más de lo que se tiene, pero si como individuos nos endeudamos para adquirir un automóvil, o una vivienda, es decir, para progresar, ¿debería hacer algo parecido el Estado?

Está claro que los gobiernos deben proporcionar un entorno que facilite financiación barata y suficiente a los agentes económicos para que puedan operar, crear empleo y fomentar la actividad y el crecimiento. Por ello, es posible que accesos puntuales al endeudamiento provoquen efectos positivos sobre la economía en su conjunto.

El debate no es nuevo. Es la controversia tradicional entre liberales y keynesianos sobre el papel que debe jugar el Estado en la economía. Y se mantendrá durante largo tiempo. Lo probable es que siempre exista.

La clave se encuentra en la flexibilidad. El déficit cero no es el objetivo, la finalidad es el crecimiento, el trabajo, la financiación, la estabilidad, y ello sólo se logra con políticas coherentes con la coyuntura. El cero en las cuentas del Estado cuando es innecesario no conduce más que a aumentar las diferencias con otros países. La flexibilidad a la hora de contar con esta herramienta y tomarla como eso, como un camino más entre los muchos disponibles es la fórmula para que dicha opción tenga sus frutos.

Otra cuestión es que esa flexibilidad, mal entendida, dé lugar al sobreendeudamiento, del Estado y de los particulares, y todos los beneficios de esta política de equilibrio presupuestario se vayan al traste.

jueves, 3 de abril de 2014

Ética en Mercados Financieros

La verdad es que las relaciones entre ética y mercados financieros son, cuando menos, problemáticas. Está claro que los mercados en general, el financiero en particular, realiza una función económica muy importante (la canalización del dinero de los ahorradores a quienes desean financiar sus actividades); pero no es menos cierto que cumple también una función ética y social, pues no sólo contribuye al interés particular, sino que responde del bien común.
Pero para que se logre ese bien común de personas y grupos que forman la sociedad, se exige una organización de la actividad económica que facilite a todos la obtención de los recursos necesarios para su desarrollo y, por tanto, las normas de actuación. El propósito de las normas y códigos éticos, desde hace algún tiempo de moda, es establecer los estándares y valores de acuerdo con los cuales las acciones humanas son consideradas buenas o malas.
La ética se refiere a la persona, a su conducta y actuación, tanto en el plano individual como formando parte de un grupo, empresa o institución donde desarrolla su actividad (las empresas son las personas que trabajan en ella). El comportamiento moral se refiere a los individuos, no a las instituciones. Pero está claro que la actuación de las personas determina en último término la reputación de la empresa donde trabajan.
La búsqueda de ese comportamiento ético ha derivado en otras expresiones más actuales o de moda: “gobierno corporativo”, “transparencia corporativa”, que siguen las mismas o parecidas finalidades.
La historia de los mercados financieros, más aún en la más reciente, se encuentra jalonada de episodios que han hecho reducir, y en momentos puntuales incluso hacer desaparecer por completo, la necesaria confianza de todos los que operan en los citados mercados. Ninguno de los grupos de agentes señalados con anterioridad se ha librado de realizar comportamientos que nada tienen que ver con la ética: todos en mayor o menor medida han intentado influir en la cotización de los valores, de acuerdo a sus posibilidades, para manejarlos según sus intereses y conveniencia.
Esos diferentes episodios de escándalos financieros, aunque originados principalmente en el mercado norteamericano, pero con claros ejemplos también en España, normalmente se encuentran relacionados con: malas prácticas de gobierno corporativo, falta de transparencia informativa e, incluso, conflictos de intereses (precisamente los factores identificados como condicionantes de la confianza del inversor), han dañado la confianza en gestores, organismos supervisores, firmas de auditoría y mediadores financieros.
Los escándalos financieros de Enron, Parmalat, o en nuestro país, Gescartera o Forum - Afinsa, entre otros, aunque con características, causas y efectos completamente diferentes, son sólo escasos ejemplos de lo afirmado en el anterior párrafo.
Y es que el mercado de valores está siempre bajo sospecha. La eterna labor de supervisión realizada por la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) luce muy poco. El propio expresidente del organismo, Manuel Conthe, ha reconocido en multitud de ocasiones la existencia de sospechas por el posible uso de información privilegiada en gran cantidad de operaciones. Por citar sólo algunos ejemplos: Riofisa, Fadesa, Urbis o la interminable Endesa.
Este entorno, cada vez con más escándalos contables, o con el mismo número pero que son más conocidos y de forma más rápida transmitidos a escala internacional, ha provocado la aparición de nuevos organismos, tanto de iniciativa pública como privada, cuyo objetivo es proporcionar, según el caso, más cantidad de normas, leyes o recomendaciones conducentes a conseguir una mayor transparencia en el mercado.
Resulta complicado terminar con una única conclusión la cuestión del comportamiento ético de los analistas en los mercados financieros. Lo que parece evidente es que su actuación es uno de los pilares de la confianza de los inversores en dicho mecanismo del mercado. Aunque no el único.
Parece también evidente que esta actuación de los analistas, si bien no en la inmensa mayoría de los casos, resulta “interesada” y que, para conseguir cumplir los principios de transparencia e igualdad, se hace necesaria la regulación y el control de su actuación.
La labor de regulación no ha acabado aquí, y la misma ha de complementarse con las recomendaciones o autorregulación que las diferentes asociaciones de profesionales existen, como el mejor camino para que los inversores recuperen la confianza perdida.
Pero atención, los analistas no son los únicos actuantes en los mercados financieros, volvemos a repetir, y sólo con un comportamiento ético por parte de todos ellos, comenzando por los poderes públicos, esa confianza en el mecanismo de mercado será repuesta.