Supongo que los defensores a ultranza de lo público no estarán muy de acuerdo con las afirmaciones que nos aprestamos a defender, pero a veces, muchas veces, la gestión privada, la empresa, enseña buenas prácticas que el Estado debería tener muy en cuenta e implantar, si fuera posible.
Estas reflexiones propias, ya antiguas, nos han vuelto a la cabeza tras las decisiones recientes de varias empresas españolas de reducir los precios de sus artículos y servicios, comercializando tales decisiones como algo solidario, pero buscando además su reflejo en un más que realista incremento de las ventas y, por qué no, buscando nuevos clientes o nichos de mercado.
La enseñanza que el Estado puede obtener de esta medida guarda relación con el incremento -es muy posible que necesario- de los impuestos, tanto directos como indirectos, lo cual puede dar como resultado, paradójicamente, un descenso en la recaudación.
Sin embargo, si se reducen los impuestos (y se busca más la racionalización del gasto público en lugar de incrementar los ingresos en un momento poco propicio), la consecuencia es un aumento de la renta disponible de los ciudadanos, a lo que si además se acompaña una transmisión de confianza (en lugar de cambiar, desdecir y desmentir una y otra vez las decisiones a tomar), se puede traducir en un incremento del consumo. Es precisamente la demanda lo que nos puede sacar de esta situación, pues de ella depende que las empresas, en su intento de satisfacer ese incremento, aumenten su oferta, amplíen plantillas e inviertan en crecimiento (para ello también es necesario que exista posibilidad de financiarlo). No cabe duda que la mayor actividad implicará una mayor recaudación, vía impuestos indirectos que gravan el consumo, o directos (sociedades y renta) que gravan ingresos. Pero no sólo eso: la creación de más puestos de trabajo implicará menores pagos por prestaciones de desempleo (menor gasto público) y mayores cotizaciones sociales (menor déficit o superávit de la Seguridad Social). ¿Cuál es el problema? La necesaria rapidez en la respuesta de las medidas, dado lo acuciante de la situación y la premura que nos exige Bruselas. Un aplazamiento realista a las exigencias impuestas sería lo necesario para implantar estas medidas que estamos señalando, más lentas para tener un reflejo positivo pero que son también la base para un crecimiento sostenible en el tiempo.
El Gobierno se esta equivocando al trasladar todo el esfuerzo al consumidor, haciendo precisamente que éste deje de consumir –por desconfianza o por simple imposibilidad- haciendo que la actividad se reduzca gravemente y convirtiéndose en mero contribuyente, y además muy castigado.
Y ya puestos, otras enseñanzas que “lo público” podría tener de las empresas privadas sería la de considerar, realmente, a la ciudadanía como un cliente (no olvidemos que en inglés, funcionario se traduce como civil servant, muy gráfico), lo cual requeriría una ampliación de los horarios de los servicios a los ciudadanos (se acabaría con las colas de espera en sanidad y justicia), o no cerrar en vacaciones (dejando sin servicios al contribuyente durante un mes o más), menos ahora que todos tenemos que hacer un esfuerzo para salir de esta situación.